Mujeres en...
Roma
El dominio y la expansión de Roma a lo largo del Mediterráneo tuvo como consecuencia el estrecho contacto con distintos grupos étnicos y culturales. Su extensión puede necesitar el desarrollo de distintos procesos de asimilación, incorporación o adaptación de sus instituciones, costumbres, organización social y lengua sobre la base de las ya existentes. Los pueblos en contacto con Roma no permanecieron pasivos, sino que fueron agentes activos en dicho proceso, por lo que actualmente se prefiere hablar de hibridación frente al término tradicional de romanización.
Durante un largo periodo de tiempo, el Mediterráneo, de Oriente a Occidente, estuvo bajo el dominio de Roma, incluyendo la Península Ibérica. Su proceso de anexión se inicia en el contexto de la segunda guerra púnica, en tiempos de la República, y su presencia se prolongará a lo largo de toda la época imperial. La presencia romana implicó transformaciones de las costumbres de los pueblos hispanos y la incorporación a formas de vida, que pretendían igualar a todos los habitantes del Mediterráneo. En el territorio de Hispania, habitaban poblaciones con culturas muy diversas, evidentes en el mosaico de lenguas y en los contrastes de los testimonios materiales. Se suele distinguir a las ibéricas de las zonas mediterráneas, más abiertas a los contactos con el exterior, sobre todo con gentes griegas o púnicas. El resto se identifica con los llamados grupos indoeuropeos, supuestamente más aislados de las influencias del Mediterráneo, que se relacionaban a través de la ruta comercial del Atlántico.
La política de Roma buscó uniformar el territorio y las poblaciones del Mediterráneo, incluida la Península Ibérica, con la difusión de la urbs, o ciudad, y la villa,
o explotación rural. Tarragona, Córdoba o Mérida son algunos de los ejemplos de las ciudades romanas, creadas según el modelo arquitectónico, administrativo, económico y social de la urbs de Roma, la capital del Imperio. Mientras La Olmeda (Palencia) o Carranque (Toledo), entre otros casos de imponentes villas,
muestran los cambios profundos en la zona rural; estas unidades agropecuarias podrían ser autosuficientes, pero también satisfarían la demanda de los mercados.
Ambos ejemplos del hábitat urbano y rural de la Hispania romana muestran la existencia de un sistema social androcéntrico, regulado por normas jurídicas y discursos religiosos que definían el comportamiento de las mujeres. En la sociedad romana, definida como patriarcal, de forma clara se identifican unos roles de género que no permanecerán inmutables a lo largo de toda su existencia; no obstante, siempre existieron la jerarquía y subordinación de lo femenino a lo masculino. Este modelo se reforzó con la implantación del cristianismo en el siglo IV, que marcó el final de la Antigüedad.
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